viernes, 13 de enero de 2012

Las doce

Ha cambiado la luz. Por las tardes, sobre todo. Los días se alargan aunque todavía muy poco. Desde el banco, en la placita, observo a la gente pasar a través de un velo de sueños: la mujer joven que taconea con fuerza, el mentón levantado, se siente en la plenitud; el hombre maduro, en la cincuentena, con chaqueta y cartera de cuero, vencido por las circunstancias, con barba casi toda blanca, bien recortada, galanteador seguro hace algunos años; el camarero chino, ajeno a todo, que regenta un bar del que ni siquiera ha cambiado el nombre; los obreros de la obra están pintando una fachada y hablando a gritos entre ellos; un adolescente pasa en su monopatín, erguido, desafiante y a la misma velocidad a la que, en su imaginación, piensa comerse el mundo en los próximos años. En la otra esquina, la floristería. En hilera, ciclámenes espléndidos, geranios, cinerarias y pensamientos de terciopelo de colores; en la vitrina, delicadas violetas dispuestas ya para el regalo y casi artificiales orquídeas. Las flores son bellísimas, pero en las floristerías huele a cementerio.
El sol me acaricia suavemente en esta fría mañana de enero.

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