He sido profesora del Bernat
durante 25 años, desde 1986 hasta 2011.
Cuando
llegué aquí, venía de los barracones de S. Adrián de Besós, y antes, del "Satorras"
de Mataró. Nada más entrar, me di cuenta de que había llegado a un sitio
diferente en todo. La primera impresión: los colgados de la puerta del patio,
por donde se entraba entonces ( todavía existía el barrio de La Perona), las voces de la Sra. Paquita, la
conserje, que los tenía a raya, el mural de la pared del profesor de Dibujo,
Enrique, la seriedad de la Sra. Rasclosa, entonces directora, que me recibió.
Todo era un poco contradictorio.
Enseguida
me di cuenta de cuál era una de las enseñas que presidían esta casa: vive y
deja vivir, pero cumple con tu trabajo con rigor y eficacia.
En
efecto, la competencia del profesorado ha sido una de las señas de identidad de
este Centro. Todos nos esforzábamos por estar al día en nuestras materias y ofrecer
lo último a nuestro alumnado. Las charlas en la sala de profesores o a la hora
del café eran verdaderas tertulias de opinión que nos acercaban y nos
enriquecían. A pesar de la diversidad de pareceres, nos respetábamos porque
reconocíamos la sabiduría del otro.
María
era el sentido común, los tacones y las blusas de seda. Isabel, "la
señorita de hogar", el glamour de
las fiestas, la ayuda para cualquier cosa y los bailes de rock con Juanma.
Francesc Prat, la mirada perdida en el cielo ante el desconcierto de las cosas.
Calderón, el distante, en su torre de Castilla del Norte. Mila y sus fríos y
Quima y sus pendientes. "Lo gaiter del Besós" tenía ya un pie fuera y
el halo de emprender un viaje a lo desconocido. Mercè Parés y su espíritu florentino.
Elena Horiuel y su sinceridad que te desarmaba.
¿Quién
no recuerda los tiroleses de Navidad o a Margarita Aguyé transformándose en una
diva en el escenario? ¿ O a Martirio o nuestro baile del cancán? ¿ O a la
Golobardes bailando el sirtaki a toda velocidad? Y tantas cosas más.
Y
Mariona, la sombra del Bernat: todo lo sabe, todo lo mueve, nada se le escapa,
siempre en la penumbra.
Pero
por encima de todo, cuando un alumno te miraba, colgado de tus palabras, te dabas cuenta de que en ese momento se
estaba transmitiendo el conocimiento y la chispa saltaba, abrasando tu interior
como una hoguera, porque todos teníamos la percepción de que nuestro trabajo
era útil, que realmente estábamos contribuyendo a mejorar las condiciones de
vida de nuestro alumnado, que la educación era parte vital de su formación y
que, de alguna manera, aunque modesta, nosotros estábamos propiciando la mejora
de sus vidas.