domingo, 21 de abril de 2013

Mallorca

El mar inmenso; las nubes, burbujas de azúcar blanco y, de pronto, Formentor, las bahías de Pollença y Alcudia, como un milagro desde el aire: grandioso.
La temperatura suave, la gente, el paisaje son amables. La lengua, al principio con dificultad; poco a poco, reconociendo las variantes de pronunciación.
¡Qué rica la comida! Y qué belleza el casco antiguo de Palma, de noche, sin gente, iluminada la Catedral, la Almudaina, las callejuelas de palacios  con aleros imponentes. Y el bullicio del Borne.
Por casualidad,  al ir a visitarla por dentro, asistimos en la Catedral a una misa de las de antes, de incienso e hisopo, que me hizo recordar las de mi infancia, con mis abuelos, medio mareada de hambre, cuya compensación estaba al final, en los trocitos de pan delicioso que ofrecía cada domingo una familia en una cesta adornada con un paño blanco almidonado, impoluto.
El milagro de la Catedral es la luz que se cuela por el rosetón y va recorriendo la nave central, como algo mágico, entre los cánticos en latín.
Almendros, naranjos, limoneros…por todas partes. El color del mar, azul turquesa, casi imposible: en Sant Elm , en Deià o  en sa Coma.
Rojo, amarillo, blanco, lila: las flores de los caminos, tantas, tan frescas, como plantadas a propósito y no silvestres. Reventando la primavera.
Y la vista panorámica de Cura, con el tiempo parado en su huerto franciscano de lirios silvestres y acanto vicioso.



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