El mar inmenso; las
nubes, burbujas de azúcar blanco y, de pronto, Formentor, las bahías de
Pollença y Alcudia, como un milagro desde el aire: grandioso.
La temperatura suave,
la gente, el paisaje son amables. La lengua, al principio con dificultad; poco
a poco, reconociendo las variantes de pronunciación.
¡Qué rica la comida!
Y qué belleza el casco antiguo de Palma, de noche, sin gente, iluminada la
Catedral, la Almudaina, las callejuelas de palacios con aleros imponentes. Y el bullicio del
Borne.
Por casualidad, al ir a visitarla por dentro, asistimos en la
Catedral a una misa de las de antes, de incienso e hisopo, que me hizo recordar
las de mi infancia, con mis abuelos, medio mareada de hambre, cuya compensación
estaba al final, en los trocitos de pan delicioso que ofrecía cada domingo una
familia en una cesta adornada con un paño blanco almidonado, impoluto.
El milagro de la
Catedral es la luz que se cuela por el rosetón y va recorriendo la nave
central, como algo mágico, entre los cánticos en latín.
Almendros, naranjos,
limoneros…por todas partes. El color del mar, azul turquesa, casi imposible: en
Sant Elm , en Deià o en sa Coma.
Rojo, amarillo,
blanco, lila: las flores de los caminos, tantas, tan frescas, como plantadas a
propósito y no silvestres. Reventando la primavera.
Y la vista
panorámica de Cura, con el tiempo parado en su huerto franciscano de lirios
silvestres y acanto vicioso.
Precioso, gracias por compartirlo.
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