Busco y no encuentro.
Una vieja casa, la única antigua que queda en el
entorno, me sirve de punto de referencia.
Al fin, lo que queda de un lado de la valla de la
finca que fue.
Recuerdo el columpio del ciruelo, el primero blanco en
primavera; los rosales de mi madre; los pensamientos, las caléndulas y los
miosotis de mi padre; las margaritas desbocadas, al lado de la pequeña piscina
y el joven sauce llorón, bajo cuyas ramas extendía la silla plegable para leer,
como guarecida en una cabaña de un bosque.
Luego, la casa, pequeña, acogedora, siempre esperando
ser ampliada al aumentar la familia; el horno, abajo; la chimenea, arriba.
Detrás de la casa , primero el semillero del huerto de
los experimentos: el milagro de ver crecer las cosas a pesar de la
inexperiencia. Y las uvas de espino que tanto gustaban a mi madre. Luego los frutales. Y al fondo,
el nogal.
Nada queda. Una carretera nueva y un complejo de esos
que llaman lúdico, a la inglesa.
Poco más de veinte años atrás...
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