Desde el mirador de
las cuevas de Pozalagua se ve el valle de Carranza en todo su esplendor, con la
sierra de Sia al fondo, aún nevada, en esta primavera más fría de lo habitual.
El “bocage” con los prados separados por cancillas de madera, los rebollares,
los avellanos, hayedos, eucaliptos, el río Asón y las vacas, algunas todavía
pintas, autóctonas, las menos, las ovejas grandes, más que las castellanas, de
cabeza negra, parecidas a las irlandesas, quizá de la misma raza. Verde y más
verde en todos sus matices. No hay aquí amapolas en los caminos y las gentes
del lugar, en los pequeños pueblos, prefieren adornar sus casas con calas blancas
o con la elegante bola de nieve, que crece con facilidad. Sólo los brotes nuevos
de los jóvenes eucaliptos, rojizos, ponen alguna nota colorida, o de vez en
cuando algún pequeño arbusto amarillo. Los árboles inmensos del norte.
A pocos quilómetros,
el Cantábrico, espléndido. También aquí
el verde llega desde sus colinas casi hasta el agua. El mar aquí se oye siempre
y la arena compacta y mojada de sus playas bañadas por las olas de la pleamar
me trae recuerdos de infancia